No es difícil reconocer la importancia que la tecnología tiene hoy en todos los ámbitos de
nuestra sociedad. Basta con echar una mirada a nuestro alrededor. Por esto, es
sorprendente que el estudio del fenómeno tecnológico haya suscitado tradicionalmente tan
poco interés académico. Existen, sin embargo, razones que pueden explicar que el estudio
de la tecnología haya sido relegado frente, por ejemplo, al estudio de la ciencia en
humanidades y ciencias sociales.
Las concepciones de la tecnología como ciencia aplicada o como meros instrumentos han
contribuido, sin duda, a considerar de escasa importancia el análisis de la tecnología (Luján
López, 1989; Sanmartín, 1988 y 1990). Si la tecnología no es más que ciencia aplicada, lo
que se debe hacer es analizar el proceso científico, ya que esto nos dará la clave para
entender la tecnología. Si la ciencia es valorativamente neutral, entonces los artefactos
resultantes de su aplicación también lo son: será más bien el uso que se haga de ellos lo
que plantee problemas éticos, políticos y sociales. Teniendo en cuenta todo esto no es difícil
entender por qué el análisis de la tecnología en general y el estudio filosófico de la
tecnología en particular se ha visto frenado hasta hace pocas décadas.
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